martes, 1 de marzo de 2011

PRESS START (I) (Prólogo)

20 de marzo de 2052 - 9:46 AM - Estación de María Zambrano. Málaga.

- Paco, ven, no te alejes tanto.

Le pusieron Francisco en honor a mi nombre, mantenido de generación en generación. El pequeño volvió la vista para regresar corriendo al amparo de su abuelo. Ya con sus dos billetes en la mano, procedieron a buscar una plaza en el abarrotado vagón del tren.

Las cosas no habían cambiado mucho. Sí, ahora el trayecto Málaga - Fuengirola duraba 26 minutos menos, y el precio del billete era el triple que hace 50 años, pero la filosofía del viaje en tren seguía intacta. Aquel señor mayor que se había montado en el vagón con su nieto tenía mucha experiencia en eso.

Al fin, encontraron dos asientos libres y se sentaron. Tras cinco minutos de viaje, el joven sacó de su bolsillo su Nintendo D200, la última sensación en consolas portátiles del momento y comenzó a jugar ilusionado a su juego favorito. Su abuelo alzó la vista por encima del libro que estaba leyendo y alcanzó a ver a un personaje familiar. Frondoso bigote, gorra roja y mono de trabajo; desde hace más de medio siglo no había cambiado su diseño.

- ¿A qué estás jugando, Paco? - preguntó.

- Al Mario Universe 3, está muy chulo, abuelo, mira, mira...

Alzó la consola hacia su abuelo. Pero él ya no estaba mirando la pantalla. Se había quedado completamente absorto en sus pensamientos con la mirada perdida en el infinito. Parecía paralizado, y tenía una expresión en la cara que su nieto conocía muy bien. Era la misma expresión que ponía cuando le contaba historias de su juventud y se acordaba de su vida pasada.

Aquel señor mayor, en aquel tren de cercanías, aquel 20 de marzo de 2052, era la más viva y fidedigna imagen de la nostalgia.




20 de marzo de 2011 - 9:53 AM - Trayecto Cercanías Fuengirola - Málaga.


Una ráfaga de gélido aire me despertó de mi letargo. Joder, entrad ya y cerrad la maldita puerta, que estoy viendo a Pingu fuera.

En todas las paradas igual, el contraste de temperaturas entre el exterior y el vagón era abismal. La última vez que me pongo tan cerca de las puertas. No es que me molestara en demasía, lo que pasa es que era lunes por la mañana, todavía me quedaban dos autobuses por coger, era el primer día de clase tras unas breves vacaciones y aun estaba algo dormido, para que nos vamos a engañar.

A dos asientos de mí se había sentado un señor de unos 40 años que, de muy seguro, no se había aseado en, por lo menos, un mes. Con estas miras, mis paupérrimos intentos para poder echar una cabezada se vieron frustrados, muy a mi pesar. Estábamos llegando a la parada del aeropuerto de Málaga y ya sólo quedaban 15 minutos para terminar la rutina trenética. Las puertas volvieron a abrirse para mi desgracia, aun no habiendo nadie para subir afuera, cosa que me extrañaba muchísimo, ya que la parada del aeropuerto era una de las más transitadas. Cuando quise caer en la cuenta, tampoco estaba bajando nadie. Ningún guiri con sus mochilones ni ninguna señora con su gigantesca maleta.

Las puertas llevaban un minuto abiertas, y nadie subía ni bajaba. Una expresión de desconcierto se dibujaba en mi rostro, y por lo visto era el único en todo el tren, porque nadie más parecía percatarse de lo anómalo de la situación, es más, en la cara de todas las personas no se distinguía ningún atisbo de alteración alguna, como si estuvieran absortas en un cúmulo de pensamientos huecos. Busque las babosas cerebrales en sus cabezas, pero no hubo éxito.

Me levanté. Las puertas llevaban abiertas dos minutos y mis huevazos pretendían cerrarlas y volver a sentarse, pero el botón de cierre parecía no responder. Esto ya era demasiado, estaba pasando algo. Empecé a andar hacia la cabeza del tren, buscando al guarda de seguridad o, en su defecto, a la cabina de control. Todas las personas estaban quietas, y me estaba empezando a asustar.

Había avanzado dos vagones y reparé en un chico de unos 14 años jugando entusiasmado con una PSP muy antigua y desgastada con pegatinas en la parte trasera, como ajeno a todo, machacaba los botones con una jovialidad desmesurada. Me acerqué para preguntarle que si sabía lo que pasaba pero desistí rápidamente porque acababa de ver al guarda de seguridad al final del vagón. Me encaré hacia él y comencé a andar a paso rápido cuando de pronto algo pasó.

Una cegadora luz inundó el vagón desdibujando cualquier contorno existente en su interior, como si el cielo se hubiera abierto en dos. Mi aturdimiento no duró más allá de un segundo, ya que un estruendo ensordecedor y una fuerza desmesurada me hicieron volar por los aires.

...

Tome conciencia de mi ser. Entreabrí los ojos. La oscuridad era casi absoluta, pero se atisbaba a ver un amasijo de hierros gigantesco descansando en un pequeño cráter a unos 50 metros. Restos de lo que aquello alguna vez fue un tren, moraban ante mis ojos. Intenté incorporarme, pero es algo difícil de realizar cuando echas las vista hacia abajo y te das cuenta de que no tienes piernas. Quería emitir algún sonido, pero tampoco podía. Lo único que era invariable era el silencio. Un desconcertante y absoluto silencio y algo que parecía un pequeño foco de luz que provenía desde mi espalda. Conseguí darme la vuelta y ponerme boca abajo para ver que había detrás de mí. Un vacío gigantesco, como un descampado sin fin de suelo árido y liso se mostraba ante mis ojos. Cuando conseguí enfocar que era el punto emisor de luz me di cuenta de que era una antigua máquina recreativa tumbada en horizontal con la pantalla encendida muy cerca de mí y con algo escrito en la ésta que no alcanzaba a ver.

Mis últimas fuerzas sirvieron para reptar los pocos pasos que me separaban de aquella máquina recreativa. A un metro de llegar mi cuerpo empezó a apagarse y mi cabeza cayó al suelo todavía con una sorprendente pero lúcida muestra de conciencia, la necesaria para levantar la mirada y ver unas simples letras blancas en un fondo negro. Se me cerraban los ojos, pero alcancé a ver lo que había escrito en aquella luminosa pantalla.

"PRESS START"

Estiré el brazo y pulsé el único botón que había en aquella máquina.

domingo, 20 de febrero de 2011

El tren que cruzó el puente sobre el río Kwai

En medio de la Segunda Guerra Mundial (o Guerra Mundial 2: El retorno), un comando de valientes soldados ingleses tuvo la, vista ahora, no demasiada brillante idea de dejarse capturar por un escuadrón japonés que les llevó a una localización paradisíaca de esas para construir un puente que cruzara el río Kwai.
Que lo llamaban río por parecer más épicos, porque los nativos de la zona se referían a él como “riachuelo”, cuando no “charca”.
Y los ingleses, que siempre han estado más para allá que para acá (porque ¿qué se puede esperar del país de Hugh Grant?), pues aceptaron complacientemente y construyeron un puente de resistencia superior, fabricado con materiales 100% naturales y biodegradables, que les valió la ISO 14000 y hasta el AENOR, que ríase usted del puente de Despeñaperros. Vamos, que el puente sobre el riachuelo Kwai era la caña, señores.

En estas estamos, cuando un grupo de valientes soldados decide que el puente este majestuoso es una leche, y es mejor volarlo por los aires.
De modo que un valiente escuadrón compuesto por dos ingleses, que a nadie le importan, y un americano, que es todavía más genial que el puente, deciden hacer una incursión en la zona paradisíaca para volarlo.
Y el escuadrón de valientes se queda tan entretenido con las nativas del lugar y otras maravillas (tales como las palmeritas y los arbolitos y la naturaleza), que su misión se retrasa y llegan al puente majestuoso justo la noche anterior a que un revolucionario tren japonés lo cruce. Y, claro, no pueden permitir que los japoneses ganen la carrera ferroviaria. Como si no tuvieran suficiente con los rusos y su incipiente programa espacial, vamos.

Total, que este escuadrón de valientes, y las nativas despelotadas que, por alguna razón, se han llevado consigo, decide volar el puente a toda velocidad.
Pero, claro, las aguas del riachuelo Kwai apenas si pueden esconderles cuando van a poner las cargas explosivas en los pilares, y en estas que el valiente capitán inglés, el que estaba como una chota, les divisa y buena la hemos armado.
Envalentonado, este buen hombre baja del puente para cantar las cuarenta al grupo de soldados, que si a ver quienes se han creído, que si van a volar el puente, que si ahora el trayecto ferroviario hacia Tokio no va a ser tan directo y van a tener que desviarlo, que si qué va a pasar con toda esas horas de recorrido extra…
Y, claro, el estoico americano responde con la dureza de la realidad, indicando al chotero que el puente estaba construido con cañas de bambú pegadas con chicle masticado y ese material, en cualquier caso, puede no resultar del todo fiable.
Ah, claro, contestó enojado el otro, como si las cuatro torres de Madrid no se hubieran construido así, ¿no? Vamos, no jodas.

En estas que estaban todos discutiendo con ferocidad, alevosía y una taza de te a mano (porque son rudos, pero no son incivilizados, leches), cuando una exhalación sacudió los cimientos del puente sobre la charca Kwai, a más de 300 km por hora.
El inglés y el americano se miraron con desconcierto y se preguntaron qué había sido aquello.
El veloz transporte que había hecho temblar los cimientos de la construcción estaba conducido por Julian Parrazartungua. Venido de lejanas tierras españolas, Julián era uno de los conductores que guiaban diariamente la línea de metro Tokio-Calasparra, con parada en Holanda, y había encontrado en el puente sobre el riachuelo Kwai, un trayecto mucho más rápido de lo normal.

El inglés y el americano estaban ahora unidos por su odio común contra el ayuntamiento de Calasparra y su política de construcción ferroviaria, que le había llevado ya a tener un metro con 67 líneas que incluía paradas en Los Ángeles, Brasil, Johannesburgo y Sydney, todas ellas situadas fuera del municipio (lo cual, decían algunos inconscientes, iba en contra del concepto de metro y Cercanías, pero qué sabrían ellos).
Con un puñetazo en la mesa, ambos sentenciaron que eso debía terminar, y decidieron aliarse para volar el puente sobre el río Kwai.

Meses después, el ayuntamiento de Calasparra contrató a una compañía patria para que reconstruyera el puente tan velozmente como fuera posible. 60 años después, cuando solo faltaban dos tablones de madera por poner, la burbuja inmobiliaria hizo quebrar la empresa y el puente sobre el río Kwai quedó abandonado.
Calasparra perdió la carrera ferroviaria y fue adelantada por sus ayuntamientos vecinos y hasta alguno de otra provincia.

miércoles, 16 de febrero de 2011

O sea, viajar en tren es súpercutre

¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Sí? Estupendo.

Como ya habrán notado (o quizá no), han pasado varias semanas desde la última entrada. Hay quien lo achaca a los exámenes universitarios, hay quien dice que es culpa de la falta de ideas, otros afirman que se debe a la pereza… Yo, personalmente, prefiero echarle la culpa a Bob, que para eso es el nuevo. Así, sin más.

Tras haber limpiado mi conciencia, paso a relatarles lo que ha tenido lugar ante mis ojos hoy en mi amado Cercanías Valencia-Castellón:

Estaba yo sentado tan ricamente, leyendo Regimiento monstruoso, del gran Terry Pratchett, cuando mi sentido boinácnido se ha activado. Un cuarteto de niñas pijas (o no tan niñas, que tendrían unos veintidós años) recorría el vagón buscando dos parejas de asientos donde aposentar sus panderos enfundados en ropa de marca. Y, ¿a qué no adivinan dónde han ido a parar? Correcto. A mi lado.


«O sea, pero qué fuerte, ¿no? Y hay gente que no tiene jet privado ni nada y tiene que ir en tren todos los días…»


Iluso de mí, he intentado seguir con mi lectura, pero el nivel de decibelios que alcanzaban sus graznidos lo han hecho imposible (además de conseguir que el Gobierno haya declarado el vagón zona ZAS), por lo que me he limitado a escuchar lo que decían. Y qué cosas decían. Mentes preclaras las suyas, sobre todo la de nuestra protagonista, que llevaba la voz cantante. Sin más preámbulos, les dejo con extractos de sus gloriosas perlas. Por desgracia, son todas reales:

miércoles, 29 de diciembre de 2010

En el tren con Robert Oppenheimer

Era un soleado día cuando el tren recorría las vías a toda velocidad. El insoportable calor me obligaba a ir en calzoncillos. Era agosto, y aunque estábamos en 1945, ir en calzoncillos en un tren todavía no se había puesto de moda. Aun faltaban 6 años para el verano de los calzoncillos (que sería posteriormente adaptado de forma metafórica en “El puente sobre el río Kwai”) y todos los que pasaban a mi lado me miraban de forma rara. Yo me reía para mis adentros, pensando que, sí, quizás yo hiciera el ridículo, pero ¿y lo cómodo que estaba?

De pronto, alguien a quien conocía bien se sentó a mi lado. Era Roberto o, como yo lo llamaba, “El tonto Roberto”. Otras personas se dirigían a él como “Señor Oppenheimer” o “Muerte, el destructor de mundos”. Esta última siempre me pareció, por cierto, una forma un tanto farragosa de dirigirse a alguien. Yo prefería llamarlo cariñosamente, “Tonto”. Era americano, así que no me entendía. Le dije que era un antiguo nombre indio que significaba “Muerte, el destructor de mundos”, y lo aceptó de buen grado.

Él era la otra persona en calzoncillos en todo el tren. Los suyos eran de gaticos. Los míos, de tiranosaurios. Siempre pensé que me los envidiaba. No me extraña. Seguro, él era el corazón del proyecto Manhattan, pero yo tenía dinosaurios comiéndome los cojones.
Tonto se sentó junto a mi muy emocionado, me miró con sus ojos resplandecientes y preguntó, lleno de ínfulas de autoimportancia, “¿sabes a dónde vamos?”

sábado, 18 de diciembre de 2010

Pasajeros

“Oh, the passenger
He rides and he rides
He sees things from under glass
He looks through his window’s eye
He sees the things he knows are his”
The Passenger, versión de The Jolly Boys


Terry Pratchett dice que sólo hay un puñado de personas en el mundo, y que éstas se van repitiendo más o menos. Tal vez eso explique por qué a menudo podemos clasificar a la gente en distintas categorías, como ya hizo el mostrenco Sydmus en su anterior entrada.

Pues bien, hoy, yo, Un tipo con boina, acometo una no menos difícil tarea: traerles una lista de los distintos tipos de pasajeros con los que se pueden encontrar si se enfrentan a la misión suicida de coger un tren de cercanías:


- El Acaparador: Todos lo conocen, tal vez incluso pertenezcan a su pérfida alianza. Son esos pasajeros que no sólo ocupan su asiento, sino que desperdigan todas sus pertenencias por los asientos que le rodean. La mochila, el bolso, una pila de periódicos, una escopeta recortada… Todo esto no tendría importancia si el vagón estuviese semivacío, pero es que estos individuos no se inmutan ante nada. Si el vagón está lleno, no quitarán sus bártulos hasta que no les digas un “si me permites…”, que, en realidad, quiere decir “quita tus mierdas del asiento para que pueda sentarme yo, hideputa”. Eso sí, mientras desmontan su campamento, te dedicarán una mirada de odio fulminante.


“Que sí, que ya quito las cosas…”


- Las Pregoneras: Generalmente son féminas con problemas de sobrepeso, que no tienen otra cosa que hacer que contar sus intimidades a voz en grito, no sea que haya algún pasajero que no se entere de que la Yoli tiene un quiste en el ovario izquierdo. Se las considera extremadamente peligrosas, si se las encuentran, no intenten subir el volumen de sus iPods: ES INÚTIL. Lo mejor es que se cambien de vagón, o, en su defecto, rompan el cristal y se tiren por la ventana.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Los 8 tipos de profesores de universidad


Hoy, y desgraciadamente, como cualquier otro día, me encontraba en el último vagón del cercanías con destino Fuengirola volviendo de una infernal jornada de explotación estudiantil. La superpoblación del último tren del día suele ser preocupante para cualquier ser vivo que pretenda respirar algo parecido a oxígeno, aunque curiosamente justo hoy la holgura en el vagón era notable, incluso cabría un balón de fútbol entre persona y persona. En la segunda parada sube un señor con pelo rizado, negro y largo que se sienta en el asiento contiguo al mío con una torpeza de movimientos digna de admirar. Ese señor fue mi profesor de Fundamentos de Física durante mi primer año de carrera en una ingeniería. Obviamente, no me reconoce, ese tipo no reconocería ni a su madre a dos palmos debido a un acartonamiento mental de proporciones bíblicas. Esbozo para mis adentros una pequeña sonrisa.




Cuando uno estudia una carrera como una ingeniería debe estar preparando para recibir guantazos. Un guantazo tras otro, y sin descanso para ponerte hielo en las heridas, y eso lo saben todos los ingenieros potenciales que ya han alcanzado el segundo curso. El reciente rollo de Bolonia (nunca puedo hablar de ese dichoso plan sin pensar en la mortadela) no sé como habrá dejado las cosas, pero el ambiente general de una ingeniería es de calculadoras, tráfico de apuntes, clases de dos y de tres horas que se llevan mejor con estupefacientes, y, ¿por qué no? algo de locura y desquicio cerebral.

Las visiones aspiracionales de alguien que va a entrar en una ingeniería son del palo de: "Entro, a los 4 años salgo limpio y haciendo prácticas en empresa con contrato laboral fijo, 14 pagas anuales, dos Jaguar aparcados en el garaje y un harén de filipinas". Lo mejor de todo es que cuando vas a ver las presentaciones de los alumnos de primer curso como puro hobby, es lo que se les refleja en sus caras iluminadas, sus brillantes globos oculares y su sonrisa esperanzadora. La carcajada es inevitable de contener.

"¡Dense prisa con esas obras, que ya están listos los tanques con lágrimas de niños etíopes para llenar la piscina!"



lunes, 25 de octubre de 2010

La Génesis de los Mostrencos



Sydmus | Un día cualquiera - 9:33 PM - Estación de María Zambrano. Málaga.

Levanto la vista. El reloj digital de la estación marca las 9:33 PM. Otra vez. No me va a dar tiempo. Empiezo a acelerar el paso y entorno los ojos, en la máquina para sacar los billetes hay dos señoras ataviadas con dos abrigos largos y sendos cardados típicos de alguien que tardaría bastante más de lo razonablemente normal en sacar su billete para el tren. Mala suerte esta vez, correr para no poder coger el tren y quedarme con el flato en la parada es lo último para lo que estoy preparado en este instante.

Resignación es lo que queda. El siguiente tren sale a las 10:03, así que aprovecho para pasarme por un McDonalds cercano. Veinte minutos y una hamburguesa después bajo las escaleras para acceder al subterráneo dónde se encuentra la parada. Hay asientos libres en el andén, pero prefiero quedarme de pie, no me gusta sentarme entre dos personas. Me apoyo en la pared y me equipo mis auriculares mientras echo un vistazo a mi alrededor. A mi derecha hay un grupo de tres muchachas de, intuyo, unos 16 años bastante guapas hablando enérgicamente entre ellas que despiertan mi atención. Una de ellas parece mantenerse distanciada de la conversación de sus compañeras, como absorta, mirando hacia todos los lados y esquivando miradas.

Sigo a lo mío. El tren se detiene, puntual y la puerta del vagón se para justo delante de mí, ya le tengo cogido el sitio. Así me aseguro un lugar en el último vagón y con poca gente, ya que es la segunda parada y todavía no está a rebosar. Después de la apabullante responsabilidad de pulsar el botón para abrir la puerta del vagón me deslizo rápidamente hacia mi asiento de siempre en una esquina al lado de la ventana, me descuelgo la mochila, que va a parar debajo del asiento y me pongo todo lo cómodo que se puede poner uno en los asientos de Renfe.
Se escucha el pitido de cierre de puertas y el tren se pone en marcha. Por delante me queda una hora de viaje, como casi todos los días, así que mis procesos cerebrales se ponen en marcha.

El tren me sirve como catalizador de pensamientos. Una hora muerta, que es lo que me conlleva no vivir en la capital. Al principio pensaba que esta hora no era más que un incordio que había que pasar para llegar a mi casa a las 11 de la noche y con un hambre de espanto, pero poco a poco se ha convertido en una terapia. Está demostrado que cuando no se puede hacer nada más que esperar es cuando mejor se piensa. Parece muy tópico y abstracto, pero tener una hora entera en el día para pensar es algo que todo el mundo debería de tener. Es un hecho que, con el ritmo de vida que se lleva hoy en día, nadie va a hacer un hueco en su agenda para observar y pensar.

Prueba de ello es que mis pensamientos más lúcidos, creativos, jocosos y reseñables se generan en esa hora de viaje, y para no dejarlos en saco roto siempre viajo con una pequeña libreta en la que queda reflejado todo: hilarantes proyectos, reflexiones absurdas pero con encanto o estudio de la conducta humana.

El tren no me lo pone difícil, ya que tras dos paradas se sientan delante de mi dos chicas con flequillo recto, un rosario colgado del cuello y dos lorzas asomando por encima del pantalón.
Me froto las manos, hoy la libreta va a echar humo.

...

Lanzo el billete a la papelera y subo las escaleras mecánicas eufórico y decidido hacia una avenida iluminada apenas con dos farolas, lo suficiente para que en mi cara se aprecie el reflejo de una mueca de epicidad.

Hoy, he decidido ser un MOSTRENCO ENTRENADO.



Un tipo con boina | Un día cualquiera – 06:42 AM – Estación del Norte. Valencia.

¡Tensión! ¡Suspense! ¡El tren sale en tres minutos! ¿Llegaré a tiempo? ¿Fracasaré en mi empeño por subir al tren y me veré reducido a una patética figura que corre tras el tren como si la vida le fuese en ello? ¿Perderé el tren y, con él, la dignidad? La respuesta, por supuesto, es NO. Primero, porque no soy de los que corren, y segundo, porque tengo perfectamente cronometrado el tiempo que se tarda en llegar desde la entrada de la estación hasta el cercanías que me interesa, el que se dirige a Castellón. ¿Y cuánto se tarda? Un minuto y medio, poco más o menos. Así que aún tengo un minuto y medio para subirme al tren, acomodarme, descolgarme la mochila, desprenderme del abrigo, quitarme la bufanda que me ahoga, liberar mis manos de los mitones y, por último, quitarme LA BOINA.

Sí, amigos, cuando uno se ve obligado a coger el tren a horas intempestuosas dos veces al día, cuatro días (o cinco, dependiendo del horario) a la semana, aprende a hacer dos cosas: la primera, sincronizar perfectamente los horarios de autobuses y trenes para arañar hasta el último minuto de sueño. La segunda, a sentarse en los asientos de los laterales del tren (ya saben, los que no tienen dos asientos enfrente) para poder estirar las piernas durante todo el viaje.

El tren arranca, y con él, comienza un mágico viaje hacia Castellón. En él, aprenderé multitud de cosas acerca del sentido de la vida, el universo y todo lo demás, conoceré a una amplia variedad de sabios que compartirán conmigo sus conocimientos acerca de los ornitorrincos, y… vale, es todo mentira. En el viaje de tren, cuya duración oscila entre los 50 y los 75 minutos, intentaré encontrar una posición en la que los incómodos asientos de este vehículo de destrucción no me partan la espalda, probaré (sin éxito) a conciliar el sueño en alguna ocasión y, eso sí, leeré, leeré, LEERÉ como hacía tiempo que no leía. Porque si para algo me sirve el tren (aparte de para perder un par de horas diarias en desplazamientos) es para leer. Sí, amigos, Renfe es cultura, pero también tortura. No me malinterpreten, me encanta leer, y eso de tener un rato en el que no se puede hacer NADA y que, por tanto, dedico a la lectura me gusta. Pero también podría leer si estuviese en mi casa en batín y con una pipa de burbujas.
En cualquier caso, en el tren se ven cosas curiosas. Como aquella mujer y su hijo que discutían sobre lo comerciales que son los videojuegos de ahora. O las chicas que hablaban sobre qué tipografía usar y a qué tamaño para que su trabajo universitario ocupase más páginas. O el señor que me mira fijamente cada vez que coincidimos… ugh.

Como mi mostrenco colega Sydmus, yo también llevo siempre una Moleskine encima para apuntar ideas. No negaré que el tren ha visto nacer varias ideas para RduTcB, pero también es cierto que, con el incesante traqueteo de ese cacharro infernal, no hay quien logre escribir con una caligrafía mínimamente aceptable. ¡Pero eh, creo que gracias a mis horas intentando descifrar qué reboinas escribí mientras viajaba, me van a convalidar la asignatura de Interpretación de jeroglíficos!

Me gustaría poder decir que, cuando salgo del tren, miro con resolución al futuro y decido ser un MOSTRENCO ENTRENADO. Es más, creo que lo voy a decir:
Cuando salgo del tren, miro con resolución al futuro y decido ser un MOSTRENCO ENTRENADO.
¡Qué bien sienta! Pero no nos engañemos, es mentira. Decidí ser un mostrenco entrenado cuando Sydmus me lo propuso. Así que, camarada de entrenamiento, aquí me tiene. Y aquí me tienen ustedes también.

Viajeros al tren.