Era un soleado día cuando el tren recorría las vías a toda velocidad. El insoportable calor me obligaba a ir en calzoncillos. Era agosto, y aunque estábamos en 1945, ir en calzoncillos en un tren todavía no se había puesto de moda. Aun faltaban 6 años para el verano de los calzoncillos (que sería posteriormente adaptado de forma metafórica en “El puente sobre el río Kwai”) y todos los que pasaban a mi lado me miraban de forma rara. Yo me reía para mis adentros, pensando que, sí, quizás yo hiciera el ridículo, pero ¿y lo cómodo que estaba?
De pronto, alguien a quien conocía bien se sentó a mi lado. Era Roberto o, como yo lo llamaba, “El tonto Roberto”. Otras personas se dirigían a él como “Señor Oppenheimer” o “Muerte, el destructor de mundos”. Esta última siempre me pareció, por cierto, una forma un tanto farragosa de dirigirse a alguien. Yo prefería llamarlo cariñosamente, “Tonto”. Era americano, así que no me entendía. Le dije que era un antiguo nombre indio que significaba “Muerte, el destructor de mundos”, y lo aceptó de buen grado.
Él era la otra persona en calzoncillos en todo el tren. Los suyos eran de gaticos. Los míos, de tiranosaurios. Siempre pensé que me los envidiaba. No me extraña. Seguro, él era el corazón del proyecto Manhattan, pero yo tenía dinosaurios comiéndome los cojones.
Tonto se sentó junto a mi muy emocionado, me miró con sus ojos resplandecientes y preguntó, lleno de ínfulas de autoimportancia, “¿sabes a dónde vamos?”