miércoles, 29 de diciembre de 2010

En el tren con Robert Oppenheimer

Era un soleado día cuando el tren recorría las vías a toda velocidad. El insoportable calor me obligaba a ir en calzoncillos. Era agosto, y aunque estábamos en 1945, ir en calzoncillos en un tren todavía no se había puesto de moda. Aun faltaban 6 años para el verano de los calzoncillos (que sería posteriormente adaptado de forma metafórica en “El puente sobre el río Kwai”) y todos los que pasaban a mi lado me miraban de forma rara. Yo me reía para mis adentros, pensando que, sí, quizás yo hiciera el ridículo, pero ¿y lo cómodo que estaba?

De pronto, alguien a quien conocía bien se sentó a mi lado. Era Roberto o, como yo lo llamaba, “El tonto Roberto”. Otras personas se dirigían a él como “Señor Oppenheimer” o “Muerte, el destructor de mundos”. Esta última siempre me pareció, por cierto, una forma un tanto farragosa de dirigirse a alguien. Yo prefería llamarlo cariñosamente, “Tonto”. Era americano, así que no me entendía. Le dije que era un antiguo nombre indio que significaba “Muerte, el destructor de mundos”, y lo aceptó de buen grado.

Él era la otra persona en calzoncillos en todo el tren. Los suyos eran de gaticos. Los míos, de tiranosaurios. Siempre pensé que me los envidiaba. No me extraña. Seguro, él era el corazón del proyecto Manhattan, pero yo tenía dinosaurios comiéndome los cojones.
Tonto se sentó junto a mi muy emocionado, me miró con sus ojos resplandecientes y preguntó, lleno de ínfulas de autoimportancia, “¿sabes a dónde vamos?”

sábado, 18 de diciembre de 2010

Pasajeros

“Oh, the passenger
He rides and he rides
He sees things from under glass
He looks through his window’s eye
He sees the things he knows are his”
The Passenger, versión de The Jolly Boys


Terry Pratchett dice que sólo hay un puñado de personas en el mundo, y que éstas se van repitiendo más o menos. Tal vez eso explique por qué a menudo podemos clasificar a la gente en distintas categorías, como ya hizo el mostrenco Sydmus en su anterior entrada.

Pues bien, hoy, yo, Un tipo con boina, acometo una no menos difícil tarea: traerles una lista de los distintos tipos de pasajeros con los que se pueden encontrar si se enfrentan a la misión suicida de coger un tren de cercanías:


- El Acaparador: Todos lo conocen, tal vez incluso pertenezcan a su pérfida alianza. Son esos pasajeros que no sólo ocupan su asiento, sino que desperdigan todas sus pertenencias por los asientos que le rodean. La mochila, el bolso, una pila de periódicos, una escopeta recortada… Todo esto no tendría importancia si el vagón estuviese semivacío, pero es que estos individuos no se inmutan ante nada. Si el vagón está lleno, no quitarán sus bártulos hasta que no les digas un “si me permites…”, que, en realidad, quiere decir “quita tus mierdas del asiento para que pueda sentarme yo, hideputa”. Eso sí, mientras desmontan su campamento, te dedicarán una mirada de odio fulminante.


“Que sí, que ya quito las cosas…”


- Las Pregoneras: Generalmente son féminas con problemas de sobrepeso, que no tienen otra cosa que hacer que contar sus intimidades a voz en grito, no sea que haya algún pasajero que no se entere de que la Yoli tiene un quiste en el ovario izquierdo. Se las considera extremadamente peligrosas, si se las encuentran, no intenten subir el volumen de sus iPods: ES INÚTIL. Lo mejor es que se cambien de vagón, o, en su defecto, rompan el cristal y se tiren por la ventana.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Los 8 tipos de profesores de universidad


Hoy, y desgraciadamente, como cualquier otro día, me encontraba en el último vagón del cercanías con destino Fuengirola volviendo de una infernal jornada de explotación estudiantil. La superpoblación del último tren del día suele ser preocupante para cualquier ser vivo que pretenda respirar algo parecido a oxígeno, aunque curiosamente justo hoy la holgura en el vagón era notable, incluso cabría un balón de fútbol entre persona y persona. En la segunda parada sube un señor con pelo rizado, negro y largo que se sienta en el asiento contiguo al mío con una torpeza de movimientos digna de admirar. Ese señor fue mi profesor de Fundamentos de Física durante mi primer año de carrera en una ingeniería. Obviamente, no me reconoce, ese tipo no reconocería ni a su madre a dos palmos debido a un acartonamiento mental de proporciones bíblicas. Esbozo para mis adentros una pequeña sonrisa.




Cuando uno estudia una carrera como una ingeniería debe estar preparando para recibir guantazos. Un guantazo tras otro, y sin descanso para ponerte hielo en las heridas, y eso lo saben todos los ingenieros potenciales que ya han alcanzado el segundo curso. El reciente rollo de Bolonia (nunca puedo hablar de ese dichoso plan sin pensar en la mortadela) no sé como habrá dejado las cosas, pero el ambiente general de una ingeniería es de calculadoras, tráfico de apuntes, clases de dos y de tres horas que se llevan mejor con estupefacientes, y, ¿por qué no? algo de locura y desquicio cerebral.

Las visiones aspiracionales de alguien que va a entrar en una ingeniería son del palo de: "Entro, a los 4 años salgo limpio y haciendo prácticas en empresa con contrato laboral fijo, 14 pagas anuales, dos Jaguar aparcados en el garaje y un harén de filipinas". Lo mejor de todo es que cuando vas a ver las presentaciones de los alumnos de primer curso como puro hobby, es lo que se les refleja en sus caras iluminadas, sus brillantes globos oculares y su sonrisa esperanzadora. La carcajada es inevitable de contener.

"¡Dense prisa con esas obras, que ya están listos los tanques con lágrimas de niños etíopes para llenar la piscina!"