martes, 1 de marzo de 2011

PRESS START (I) (Prólogo)

20 de marzo de 2052 - 9:46 AM - Estación de María Zambrano. Málaga.

- Paco, ven, no te alejes tanto.

Le pusieron Francisco en honor a mi nombre, mantenido de generación en generación. El pequeño volvió la vista para regresar corriendo al amparo de su abuelo. Ya con sus dos billetes en la mano, procedieron a buscar una plaza en el abarrotado vagón del tren.

Las cosas no habían cambiado mucho. Sí, ahora el trayecto Málaga - Fuengirola duraba 26 minutos menos, y el precio del billete era el triple que hace 50 años, pero la filosofía del viaje en tren seguía intacta. Aquel señor mayor que se había montado en el vagón con su nieto tenía mucha experiencia en eso.

Al fin, encontraron dos asientos libres y se sentaron. Tras cinco minutos de viaje, el joven sacó de su bolsillo su Nintendo D200, la última sensación en consolas portátiles del momento y comenzó a jugar ilusionado a su juego favorito. Su abuelo alzó la vista por encima del libro que estaba leyendo y alcanzó a ver a un personaje familiar. Frondoso bigote, gorra roja y mono de trabajo; desde hace más de medio siglo no había cambiado su diseño.

- ¿A qué estás jugando, Paco? - preguntó.

- Al Mario Universe 3, está muy chulo, abuelo, mira, mira...

Alzó la consola hacia su abuelo. Pero él ya no estaba mirando la pantalla. Se había quedado completamente absorto en sus pensamientos con la mirada perdida en el infinito. Parecía paralizado, y tenía una expresión en la cara que su nieto conocía muy bien. Era la misma expresión que ponía cuando le contaba historias de su juventud y se acordaba de su vida pasada.

Aquel señor mayor, en aquel tren de cercanías, aquel 20 de marzo de 2052, era la más viva y fidedigna imagen de la nostalgia.




20 de marzo de 2011 - 9:53 AM - Trayecto Cercanías Fuengirola - Málaga.


Una ráfaga de gélido aire me despertó de mi letargo. Joder, entrad ya y cerrad la maldita puerta, que estoy viendo a Pingu fuera.

En todas las paradas igual, el contraste de temperaturas entre el exterior y el vagón era abismal. La última vez que me pongo tan cerca de las puertas. No es que me molestara en demasía, lo que pasa es que era lunes por la mañana, todavía me quedaban dos autobuses por coger, era el primer día de clase tras unas breves vacaciones y aun estaba algo dormido, para que nos vamos a engañar.

A dos asientos de mí se había sentado un señor de unos 40 años que, de muy seguro, no se había aseado en, por lo menos, un mes. Con estas miras, mis paupérrimos intentos para poder echar una cabezada se vieron frustrados, muy a mi pesar. Estábamos llegando a la parada del aeropuerto de Málaga y ya sólo quedaban 15 minutos para terminar la rutina trenética. Las puertas volvieron a abrirse para mi desgracia, aun no habiendo nadie para subir afuera, cosa que me extrañaba muchísimo, ya que la parada del aeropuerto era una de las más transitadas. Cuando quise caer en la cuenta, tampoco estaba bajando nadie. Ningún guiri con sus mochilones ni ninguna señora con su gigantesca maleta.

Las puertas llevaban un minuto abiertas, y nadie subía ni bajaba. Una expresión de desconcierto se dibujaba en mi rostro, y por lo visto era el único en todo el tren, porque nadie más parecía percatarse de lo anómalo de la situación, es más, en la cara de todas las personas no se distinguía ningún atisbo de alteración alguna, como si estuvieran absortas en un cúmulo de pensamientos huecos. Busque las babosas cerebrales en sus cabezas, pero no hubo éxito.

Me levanté. Las puertas llevaban abiertas dos minutos y mis huevazos pretendían cerrarlas y volver a sentarse, pero el botón de cierre parecía no responder. Esto ya era demasiado, estaba pasando algo. Empecé a andar hacia la cabeza del tren, buscando al guarda de seguridad o, en su defecto, a la cabina de control. Todas las personas estaban quietas, y me estaba empezando a asustar.

Había avanzado dos vagones y reparé en un chico de unos 14 años jugando entusiasmado con una PSP muy antigua y desgastada con pegatinas en la parte trasera, como ajeno a todo, machacaba los botones con una jovialidad desmesurada. Me acerqué para preguntarle que si sabía lo que pasaba pero desistí rápidamente porque acababa de ver al guarda de seguridad al final del vagón. Me encaré hacia él y comencé a andar a paso rápido cuando de pronto algo pasó.

Una cegadora luz inundó el vagón desdibujando cualquier contorno existente en su interior, como si el cielo se hubiera abierto en dos. Mi aturdimiento no duró más allá de un segundo, ya que un estruendo ensordecedor y una fuerza desmesurada me hicieron volar por los aires.

...

Tome conciencia de mi ser. Entreabrí los ojos. La oscuridad era casi absoluta, pero se atisbaba a ver un amasijo de hierros gigantesco descansando en un pequeño cráter a unos 50 metros. Restos de lo que aquello alguna vez fue un tren, moraban ante mis ojos. Intenté incorporarme, pero es algo difícil de realizar cuando echas las vista hacia abajo y te das cuenta de que no tienes piernas. Quería emitir algún sonido, pero tampoco podía. Lo único que era invariable era el silencio. Un desconcertante y absoluto silencio y algo que parecía un pequeño foco de luz que provenía desde mi espalda. Conseguí darme la vuelta y ponerme boca abajo para ver que había detrás de mí. Un vacío gigantesco, como un descampado sin fin de suelo árido y liso se mostraba ante mis ojos. Cuando conseguí enfocar que era el punto emisor de luz me di cuenta de que era una antigua máquina recreativa tumbada en horizontal con la pantalla encendida muy cerca de mí y con algo escrito en la ésta que no alcanzaba a ver.

Mis últimas fuerzas sirvieron para reptar los pocos pasos que me separaban de aquella máquina recreativa. A un metro de llegar mi cuerpo empezó a apagarse y mi cabeza cayó al suelo todavía con una sorprendente pero lúcida muestra de conciencia, la necesaria para levantar la mirada y ver unas simples letras blancas en un fondo negro. Se me cerraban los ojos, pero alcancé a ver lo que había escrito en aquella luminosa pantalla.

"PRESS START"

Estiré el brazo y pulsé el único botón que había en aquella máquina.

domingo, 20 de febrero de 2011

El tren que cruzó el puente sobre el río Kwai

En medio de la Segunda Guerra Mundial (o Guerra Mundial 2: El retorno), un comando de valientes soldados ingleses tuvo la, vista ahora, no demasiada brillante idea de dejarse capturar por un escuadrón japonés que les llevó a una localización paradisíaca de esas para construir un puente que cruzara el río Kwai.
Que lo llamaban río por parecer más épicos, porque los nativos de la zona se referían a él como “riachuelo”, cuando no “charca”.
Y los ingleses, que siempre han estado más para allá que para acá (porque ¿qué se puede esperar del país de Hugh Grant?), pues aceptaron complacientemente y construyeron un puente de resistencia superior, fabricado con materiales 100% naturales y biodegradables, que les valió la ISO 14000 y hasta el AENOR, que ríase usted del puente de Despeñaperros. Vamos, que el puente sobre el riachuelo Kwai era la caña, señores.

En estas estamos, cuando un grupo de valientes soldados decide que el puente este majestuoso es una leche, y es mejor volarlo por los aires.
De modo que un valiente escuadrón compuesto por dos ingleses, que a nadie le importan, y un americano, que es todavía más genial que el puente, deciden hacer una incursión en la zona paradisíaca para volarlo.
Y el escuadrón de valientes se queda tan entretenido con las nativas del lugar y otras maravillas (tales como las palmeritas y los arbolitos y la naturaleza), que su misión se retrasa y llegan al puente majestuoso justo la noche anterior a que un revolucionario tren japonés lo cruce. Y, claro, no pueden permitir que los japoneses ganen la carrera ferroviaria. Como si no tuvieran suficiente con los rusos y su incipiente programa espacial, vamos.

Total, que este escuadrón de valientes, y las nativas despelotadas que, por alguna razón, se han llevado consigo, decide volar el puente a toda velocidad.
Pero, claro, las aguas del riachuelo Kwai apenas si pueden esconderles cuando van a poner las cargas explosivas en los pilares, y en estas que el valiente capitán inglés, el que estaba como una chota, les divisa y buena la hemos armado.
Envalentonado, este buen hombre baja del puente para cantar las cuarenta al grupo de soldados, que si a ver quienes se han creído, que si van a volar el puente, que si ahora el trayecto ferroviario hacia Tokio no va a ser tan directo y van a tener que desviarlo, que si qué va a pasar con toda esas horas de recorrido extra…
Y, claro, el estoico americano responde con la dureza de la realidad, indicando al chotero que el puente estaba construido con cañas de bambú pegadas con chicle masticado y ese material, en cualquier caso, puede no resultar del todo fiable.
Ah, claro, contestó enojado el otro, como si las cuatro torres de Madrid no se hubieran construido así, ¿no? Vamos, no jodas.

En estas que estaban todos discutiendo con ferocidad, alevosía y una taza de te a mano (porque son rudos, pero no son incivilizados, leches), cuando una exhalación sacudió los cimientos del puente sobre la charca Kwai, a más de 300 km por hora.
El inglés y el americano se miraron con desconcierto y se preguntaron qué había sido aquello.
El veloz transporte que había hecho temblar los cimientos de la construcción estaba conducido por Julian Parrazartungua. Venido de lejanas tierras españolas, Julián era uno de los conductores que guiaban diariamente la línea de metro Tokio-Calasparra, con parada en Holanda, y había encontrado en el puente sobre el riachuelo Kwai, un trayecto mucho más rápido de lo normal.

El inglés y el americano estaban ahora unidos por su odio común contra el ayuntamiento de Calasparra y su política de construcción ferroviaria, que le había llevado ya a tener un metro con 67 líneas que incluía paradas en Los Ángeles, Brasil, Johannesburgo y Sydney, todas ellas situadas fuera del municipio (lo cual, decían algunos inconscientes, iba en contra del concepto de metro y Cercanías, pero qué sabrían ellos).
Con un puñetazo en la mesa, ambos sentenciaron que eso debía terminar, y decidieron aliarse para volar el puente sobre el río Kwai.

Meses después, el ayuntamiento de Calasparra contrató a una compañía patria para que reconstruyera el puente tan velozmente como fuera posible. 60 años después, cuando solo faltaban dos tablones de madera por poner, la burbuja inmobiliaria hizo quebrar la empresa y el puente sobre el río Kwai quedó abandonado.
Calasparra perdió la carrera ferroviaria y fue adelantada por sus ayuntamientos vecinos y hasta alguno de otra provincia.

miércoles, 16 de febrero de 2011

O sea, viajar en tren es súpercutre

¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Sí? Estupendo.

Como ya habrán notado (o quizá no), han pasado varias semanas desde la última entrada. Hay quien lo achaca a los exámenes universitarios, hay quien dice que es culpa de la falta de ideas, otros afirman que se debe a la pereza… Yo, personalmente, prefiero echarle la culpa a Bob, que para eso es el nuevo. Así, sin más.

Tras haber limpiado mi conciencia, paso a relatarles lo que ha tenido lugar ante mis ojos hoy en mi amado Cercanías Valencia-Castellón:

Estaba yo sentado tan ricamente, leyendo Regimiento monstruoso, del gran Terry Pratchett, cuando mi sentido boinácnido se ha activado. Un cuarteto de niñas pijas (o no tan niñas, que tendrían unos veintidós años) recorría el vagón buscando dos parejas de asientos donde aposentar sus panderos enfundados en ropa de marca. Y, ¿a qué no adivinan dónde han ido a parar? Correcto. A mi lado.


«O sea, pero qué fuerte, ¿no? Y hay gente que no tiene jet privado ni nada y tiene que ir en tren todos los días…»


Iluso de mí, he intentado seguir con mi lectura, pero el nivel de decibelios que alcanzaban sus graznidos lo han hecho imposible (además de conseguir que el Gobierno haya declarado el vagón zona ZAS), por lo que me he limitado a escuchar lo que decían. Y qué cosas decían. Mentes preclaras las suyas, sobre todo la de nuestra protagonista, que llevaba la voz cantante. Sin más preámbulos, les dejo con extractos de sus gloriosas perlas. Por desgracia, son todas reales: